Muchas veces vemos a la humildad como algo solo propio del cristianismo; sin embargo, creo que se trata de un valor humano. En esencia, consiste en reconocer nuestra naturaleza, nuestro origen, y colocarnos en el lugar que ocupamos en cada momento concreto, sin la idolatría del propio yo.
La humildad es el fundamento de la vida monástica, pero solo si nos conduce al amor: “Cuando el monje haya subido todos estos peldaños de humildad, llegará en seguida a aquel grado de amor”.
Es importante saber que la humildad no es apocamiento, cortedad u ocultamiento. Se trata más bien de tener una visión precisa de nosotros mismos, ser conscientes de nuestros errores, conocer nuestros límites y aceptarlos, no auto justificar nuestros defectos y no hacer alarde de nosotros mismos.
El humilde no está centrado en sí mismo, ni en sus necesidades. Se relaciona bien con todos, ya que no es competitivo. No busca protagonismo, no se siente amenazado por las cualidades de los otros ni necesita siempre decir la última palabra.
En el fondo, la humildad es una fortaleza, un modo de ver, vivir y de ser, que nos hace plenamente humanos.
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